Alcanzar los objetivos del interés colectivo es función de la participación ciudadana. En su organización y estrategia, la gente puede comprender los procesos y mecanismos por los que el Estado, y quienes lo gestionan deben atender los problemas y necesidades colectivas. Mantenernos informados sobre la formulación, ejecución y evaluación de los planes, proyectos, programas o políticas públicas es una obligación de quienes nos representan.
En sana democracia disponer de información oportuna es determinante, y no me refiero a las leyes o los portales de transparencia. Debe existir un feedback permanente entre las instituciones gubernamentales y la ciudadanía, pues en la medida en la que este diálogo fluya se fortalece la auditoria social, como mecanismo de control de las acciones de los gobiernos, porque quienes nos dirigen se ven obligados a entrar en sintonía con los requerimientos de la población.
Uno de los mayores problemas a los que actualmente se enfrentan los lideres es el número de actores que intervienen y se relacionan de manera activa en la participación social. Cada día más ciudadanos, de manera individual o grupal, demandan una rendición de cuentas de las acciones de los gobiernos, a las que someten a todo tipo de cuestionamientos.
La democracia de estos tiempos, aunque aún mantenga el ropaje de modelos presidencialistas o parlamentarios, es una democracia participativa. Lo que sucede es que los canales o vías tradicionales de participación de la sociedad en el control o monitoreo de la gestión pública, se han tornado obsoletos, surgiendo nuevas formas públicas de interpelar a los políticos. Como alguna vez sostuvo el filósofo francés Etienne Borne “la participación está en la lógica viviente de la democracia y la ausencia de ella compromete la democracia y la hace vulnerables a sus enemigos”.
Nuevos sujetos y participación
En la medida en que han surgido nuevos actores sociales que activan y movilizan opiniones y voluntades a través de las nuevas tecnologías de la comunicación -en especial por las redes sociales-, los tradicionales “diálogos tripartitos”, o “mesas de diálogo” integradas por el gobierno, los empresarios, sindicalistas y grupos de interés, ya no recogen el sentir de las mayorías. Se han tornado obsoletas y por eso, con sobrada razón, son cada vez los que sostienen que “no nos representan”. El ciudadano quiere ahora ser sujeto activo de su historia personal y colectiva, no un mero objeto pasivo o un número de referencia para los que detentan y ejercen el poder.
Aunque los gobiernos proclaman perseguir el interés colectivo generalmente desestimulan la participación, de los ciudadanos ajenos a las élites políticas o partidarias, en la toma de decisiones que les afectan, y por eso los que se ven impedidos (o limitados) de ejercer su derecho a realizar las auditorias sociales de la administración. Esto, evidentemente, crea tensión entre el talante centralista de los gobiernos y los intereses de los ciudadanos, mejor resguardados por la permanente rendición de cuentas, el libre acceso a la información pública y la participación activa y critica en la formulación -y en muchos casos en la ejecución- de las políticas.
La mayor crítica que se le hace a las organizaciones, colectivos sociales o ciudadanos notables es que llegan a participar en los enclaves de poder que se abren a la consulta, más no a representar a los ciudadanos en sus necesidades e intereses. Y casi siempre esos grupos y figura con “acceso” a los centros de poder y decisión llegan con sus agendas propias y se limitan a defender sus intereses sectoriales.
Un gran problema a nivel de toma de decisiones públicas lo genera el permanente conflicto entre las opiniones técnicas y los intereses políticos. Utilizar justificaciones técnicas para racionalizar políticas que son controvertidas es, sin dudas, un elemento que ha estimulado la participación pública a través de las discusiones, pero que en modo alguno garantiza que lo técnico no sea relegado a un segundo plano.
Crítica y construcción colectiva
La crítica constructiva, argumentada de forma responsable, fortalece la democracia, no importa si quien la hace es un actor político o está vinculado a una organización. Debemos acostumbrarnos a ella, cultivarla e incorporarla a la caja de herramientas del activismo político y social.
Una ciudadanía activa, en términos de participación, lucha contra las desigualdades, se hace más resiliente, transforma las relaciones de poder, impulsa la gobernanza y las políticas sociales, y lo más importante, hace valer el efectivo cumplimiento de sus derechos.
La democracia, como alguna vez dijo Renán, es “el plebiscito de todos los días”. Pero ahora, ese plebiscito se manifiesta de múltiples formas de apelación y cuestionamiento al poder público, de modo que a la clase política -y a los partidos- les corresponde entender que el ciudadano de hoy no solo ha dejado de ser un sujeto pasivo al que esporádicamente -cada cuatro años- se le “consulta”, sino que a través de la participación pública, del reclamo de sus derechos a un mayor bienestar, ejercita una auditoria social que ya forma parte esencial de toda democracia que se precie de serlo.
Para que la democracia de estos tiempos sobreviva al populismo debe superar las limitaciones de su clásica formulación representativa, profundizando la participación responsable de todos los ciudadanos -no sólo de las élites económicas, partidarias y sindicales -, en la creación de los consensos necesarios para que ellos, como destinatarios de las políticas públicas, las entienden como un fruto de una construcción colectiva, socialmente legitimidad, y no como una dádiva del Estado o una recompensa clientelar del soberano.