El concepto de los cien días se originó a raíz del período que abarca desde el retorno del exilio de Napoleón Bonaparte, hasta su derrota definitiva en Waterloo en 1815. Más recientemente, el concepto fue readaptado a raíz de la elección de Franklin Delano Roosevelt (FDR) en 1933, cuando asumió el compromiso de lograr, en un período de cien días, el relanzamiento de una economía estancada con el lanzamiento del New Deal, implementando así un programa de reformas que catapultó al partido Demócrata como la organización política dominante en las décadas subsiguientes. Su luna de miel, contraria al desastroso final de Napoleón, se vio coronada por la gloria. El público lo percibió como un período de tiempo que prometía tener gran impacto en el transcurso de la historia de ese país, aunque en la realidad sus metas económicas no tuvieron la trascendencia ni el impacto sobre el desempleo que se esperaba, ya que sólo fue a raíz de la segunda guerra mundial que se logró disminuir el flagelo del desempleo ocasionado por la Gran Depresión.
Al demostrar su preocupación por el bienestar de su pueblo, FDR se convirtió en el presidente mas popular en la historia americana. Muchos de sus sucesores intentaron emularlo, esforzándose en tener un comienzo dinámico, aunque pocos así lo lograron. John F Kennedy, con el fiasco de Bahia Cochinos, y Ronald Reagan a raíz del intento de asesinato del que fué objeto, jamás lo lograron. Sin embargo, permanecen en la memoria colectiva como presidentes exitosos y populares, contrario a Lyndon B Johnson, que se vio asediado por la escalada bélica en la guerra de Vietnam y por serios problemas raciales que azotaban a la gran nación del norte.
Más recientemente, el evidente fracaso de las ejecutorias prometidas por Trump en sus primeros cien días es obvio: la muralla fronteriza, su inhabilidad de eliminar Obamacare, la renuncia de adhesión de los EEUU a tratados comerciales contraídos por administraciones anteriores, entre muchas otras promesas electorales, hoy yacen incumplidas y no auguran un buen recuento final de su gestión. En pocas palabras, el ejemplo de FDR permanece el único ejemplo incontestable de éxitos logrados durante los primeros cien días.
¿Qué nos indica esto?
En nuestro caso, el presidente electo, Luis Abinader, se halla ante una situación aún más compleja que aquella que confrontó a FDR en 1932, ya que tenemos una economía en contracción, un altísimo indice de desempleo y subempleo, inflación y una deuda externa que representa casi un 52% del PIB, aunado a un déficit fiscal inmanejable. Si a esto agregamos las limitantes que impone la pandemia, afectando directamente la capacidad de maniobra, y los shocks externos cuyos remedios paliativos, a corto plazo, desafían al mas sabio de los economistas, nuestro panorama se convierte en algo sombrío.
Vivimos en un mundo globalizado, donde el impacto de los shocks externos se manifiestan de inmediato en otras latitudes, limitando la efectividad de cualquier medida asumida por el gobierno de un país pequeño con grandes distorsiones estructurales y limitaciones presupuestarias que condicionan su ya limitada capacidad de maniobra.
Por consiguiente, bajo las actuales circunstancias, una luna de miel de cien días es una práctica cuestionable, y pretender sujetar a las autoridades entrantes a ella sería injusto. Las condiciones que dieron lugar a este concepto en marzo de 1933 no son las actuales. Un ejemplo de fracaso, al querer imponer estas expectativas a su gestión, lo fue Harry Truman, quién trató infructuosamente de recrear la urgencia de 1933, sin tomar en cuenta que la crisis que enfrentó FDR fue única. De la misma manera será la crisis que aguarda a Luis Abinader, diferente pero mayor! Fue Arthur Schlesinger quien, en su opus magna “One Hundred Days”, mitificó la idea de los “cien días” en la psiquis colectiva del pueblo americano, como un “período de intenso drama y de prodigiosa legislación”. La expectativa colocada sobre la administración de John F Kennedy, de que los cien días ofrecían una oportunidad para crear una atmósfera que establecería su liderazgo, jamás correspondió con la realidad, ya que como mencionamos anteriormente, FDR enfrentó condiciones extraordinarias.
El concepto y expectativas de “cien días” adquirió vida propia en la consciencia colectiva del pueblo americano, convirtiéndose en una hidra de cien cabezas que sólo ha contribuido a la adopción de medidas inejecutables con resultados desafortunados; el concepto romántico de Camelot resultó una imposición exógena y contraproducente para la administración Kennedy: FDR había ganado arrolladoramente y con una solida mayoría demócrata en ambas cámaras. Sin embargo, la situación de Kennedy no era la misma, y su premura en reformas inmediatas, no importando su resultado, sólo logró satisfacer las expectativas de hacer algo, no importando que fuese ese “algo”. En cambio, FDR, como ningún otro presidente desde entonces, había gozado de un mandato ilimitado que contó con una tabula rasa para accionar, dónde cualquier cosa sería mejor que nada!
El mundo de hoy no es ni remotamente parecido; ya la “tradición” de los cien días resulta peligrosa y podría sobrecargar una agenda corto placista que terminaría en fracaso, agravando la desilusión y la percepción de “más de lo mismo”. No sólo agitará la ansiedad de la oposición, sino que podría aumentar la sospecha de que las causas que les conciernen están en peligro inminente, desuniendo y polarizando a la población. Cuando Alexander Hamilton sugirió en 1787 un período de cuatro años para el mandato presidencial, fue precisamente para ofrecer el tiempo necesario para la planificación y ejecución de planes bien elaborados, algo que el período de cien días contradice rotundamente.
Las circunstancias que confrontan al presidente electo corresponden en magnitud- si no es que le exceden- a aquellas que enfrentó Franklin Delano Roosevelt en 1934. Luis Abinader cuenta con una alianza electoral que le permite cierta holgura en ambas cámaras, pero a diferencia de FDR, las expectativas de la población sobre dimensionan su capacidad de resolución a corto plazo, dando origen a expectativas que podrían verse insatisfechas con la limitación impuesta por un período de tiempo demasiado limitado. En un gobierno de unidad nacional, lo lógico sería reducir las expectativas cortoplacistas a un nivel manejable, asegurando no agregar descontento adicional a los ya claramente identificados, como lo serían el nepotismo, la corrupción administrativa y el recrudecimiento de la miseria colectiva de la población.
Medidas drásticas y ejemplares en términos del sometimiento a la justicia de aquellos implicados en casos de corrupción en el presente gobierno no forman parte de la tregua aquí sugerida. Muy al contrario, una justicia inmediata sería el único elemento de cohesión social que les permitirá emprender su plan de gobierno, sus medidas de carácter socioeconómico, de reordenamiento administrativo y de control de la pandemia. Solo así, y libre de dogmatismos partidarios, de rencillas personales y en un espíritu de franca cooperación, podrán sobrellevar la crisis y quizás así embarcar al país hacia una franca recuperación.