Las autoridades electas aglutinaron el sentir de la clase media bajo el cri de guerre del “cambio”. Las protestas, encabezadas por la Marcha Verde, capitalizaron el desencanto de un país hastiado con el tsunami de corrupción que amenazaba con destruir las conquistas sociales logradas luego de más de medio siglo, a raíz del estremecimiento de las cimientes del país ocasionado por la revolución de abril de 1965, gesta que luego forzó al presidente Balaguer a una apertura económica gradual y más democrática que satisficiera las demandas de las grandes mayorías, también luego de treinta años de un férreo monopolio para beneficio de la familia Trujillo.
Surgió entonces una clase media industrial, desplazando los centros de acumulación de capital de las grandes plantaciones en manos de sesenta terratenientes, hacia una burguesía urbana con aspiración mercantil/industrial que hasta el momento se hallaba rezagada. Surge el modelo de sustitución de importaciones y empresas dedicadas a la manufactura y diversos servicios en manos de la oligarquía y de una clase media urbana incipiente. No se pretende hacer un recuento histórico, ya que seria llover sobre lo mojado.
A raíz del “cambio” reciente, surgen de nuevo las cabezas de esa burguesía que reclama el control absoluto y monopólico del proceso de la toma de decisiones gubernamentales. El pueblo esperaba un cambio- aunque sus protagonistas fueron poco explícitos en indicar en que consistiría dicho cambio. Hasta ahora solo se perfila un cambio de caras, un cambio paradigmático y superficial a simple vista, ya que de fondo son los mismos actores; antes eran políticos convertidos en empresarios, ahora son empresarios convertidos a políticos. Ya el uno fracaso, y por lo que se percibe, aun no hubiesen empezado, parecería que estos se abocan hacia el mismo destino. La política es un arte, una ciencia que se basa en compromiso entre los distintos actores sociales que en conjunto han suscrito lo que llamamos el contrato social.
¿Porqué se percibe un posible fracaso?
Precisamente porque los integrantes de la cúpula de “decisión makers” representa a sólo el 1% de la población, y carecen de concientización de los problemas apremiantes que confrontan al restante 99%. Sería ingenuo pretender que este gobierno se aboque hacia un cambio dramático de un modelo económico alejado del neoliberalismo que nos agobia -que excluye a las grandes mayorías de una participación justa en la distribución de las riquezas generadas por el país- a otro más democrático y representativo. Una élite empresarial se encuentra generosamente representada en la cúpula dirigenciar del nuevo gobierno, con fichas estratégicamente posicionadas y con fácil acceso al poder ejecutivo. No se vislumbra la mas mínima intención de un cambio participativo en la propiedad de los instrumentos generadores de riqueza ni en su usufructo, sino una concentración aun más marcada en beneficio de los pocos que ya la ostentan.
Por otro lado, permanece la interrogante, hoy convertida en zozobra penitente, sobre la consciencia nacional, sobre el destino de aquellos que depredaron recientemente nuestras arcas nacionales. Señales mixtas emanadas de los nuevos gobernantes indican que no habrá persecución a los autores de crímenes económicos contra el Estado. Sin embargo, aquí nadie ha exigido, ni sugerido una persecución, sino mas bien el sometimiento ante la justicia de aquellos involucrados en actos dolosos contra el erario público.
El pueblo se cuestiona si estas señales mixtas, confusas y difusas están destinadas a calmar los nervios de los salientes, cuya finalidad sería el de evitar cualquier intento oficial de descarrilar lo que hasta el momento se vislumbra como una transición de mando pacifica y ordenada; o si sería más bien un intento para socavar las demandas de grupos opositores que demandan el fin a la impunidad.
Entran los cien días de gracia que se concede a todo nuevo gobierno. Una tregua absurda y obsoleta dado el impacto de la velocidad de transmisión de la información sobre el tiempo cognitivo de reacción, de días a pocas horas. Tres meses es una eternidad que se presta para componendas manipuladoras de la voluntad y paciencia de un pueblo encerrado en sus hogares a causa de la pandemia que le impide salir a ganarse su sustento. Una estrategia altamente riesgosa, con posibles consecuencias desestabilizadoras. Obvio que los ricos podrán cómodamente sobrellevar el encierro, y hasta los agraciados con empleos del gobierno, pero la gran mayoría del país que vive de día a día no podrá, arriesgándose un estallido social que desbordaría la capacidad de contención de las fuerzas del orden.
Las aspiraciones del pueblo que voto por el “cambio” se resume en dos palabras: No Impunidad. Si juegan política con esta realidad, recurriendo a tácticas dilatorias en el sometimiento de los implicados, el pueblo estará en su pleno derecho a salir a protestar y hasta rescindir del contrato social que los une. No solo se reclama justicia, sino la devolución inmediata de las riquezas malhabidas.
Esperemos que no cometan el grave error de embarcarse en maniobras jurídicas abocadas a darle largas al asunto; el país esta hastiado de tácticas dilatorias cuya única intención sería desactivar el fragor de las demandas populares.
Al mismo tiempo resulta ingenuo abrigar la expectativa de que una clase se traicione a si misma. Solo en la mente de un ignorante se anidaría semejante fantasía. Sin embargo, la punta de lanza de las protestas no fue el lumpen proletariado, personas ignorantes que jamás fueron punta de lanza de grandes cambios sociales en la historia; sino, mas bien, la clase media, los pequeños burgueses, intelectuales, comunicadores, estudiantes, sindicalistas y líderes comunitarios. Agregamos a esta ecuación una oposición militante que verá el surgimiento del descontento como un mandato histórico para sumarse y asumir un rol protagónico en favor de un nuevo estadio dialéctico.
Sobre aquellos actores que apadrinaron el cambio reside la responsabilidad de exigir un cambio real, ya que de otra manera su fracaso minaría no solo su credibilidad y cuestionaría sus reales intenciones, sino que asestaría un golpe mortal a su estructura y poder de convocatoria. Y surgirían nuevos liderazgos, porque como va el refrán, “en río revuelto, ganancia de pescadores”.
Por consiguiente, las autoridades electas vendrían a ser mas bien transitorias, ya que el verdadero cambio solo puede surgir del seno de los agraviados y luego de un estado de ingobernabilidad atizado por expectativas no realizadas. La duración de esta transición dependerá no solo de factores internos, sino de la intensidad de los shocks externos que ya se vislumbran y que tendrán un impacto directo en la gobernabilidad del país.