Eran las 10:30 de la mañana cuando algunos choferes privados se acercaban a la parte frontal de la Oficina de Ingenieros Supervisores del Estados (OISOE) para abordar en sus lujosos vehículos a las personas que les esperaban. Estos vestían saco, corbata y zapatos muy brillantes.
Montarse en las yipetas se les dificultaba. Sus manos sostenían folders amarillos, papeles de color blanco y, al parecer, su agenda personal. El panorama se mostraba tenso y el movimiento de automóviles era recurrente por el área. Los asientos de la recepción en esa institución estaban todos ocupados por ciudadanos que, aparentemente, esperaban con las piernas cruzadas alguna respuesta o documento.
El timbre de los teléfonos no cesaba. Mientras las secretarias tenían una llamada al aire se colocaban el teléfono hacia un lado y les preguntaban a quienes se dirigían a ellas: “En qué puedo servirles”. Daba la sensación de que tenían mucho trabajo. Los empleados de la entidad no tenían ganas de hablar. Sus rostros lucían desencajados y no se mostraban muy amistosos.
Otros ni siquiera dejaban se les preguntara. Bajaban la cabeza y, seguido, ondeabana su dedo índice, para expresar un “no” o hacían gestos faciales.