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Mujeres que mienten y un sistema que no sanciona

Aunque es correcto y necesario combatir la violencia y el feminicidio, el sistema de justicia ha caído en una práctica peligrosa al privar de libertad a hombres sin una investigación rigurosa previa

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En nuestro país se ha avanzado de manera significativa en el reconocimiento y protección de los derechos de la mujer. Las políticas públicas, las reformas legales y la actuación del Ministerio Público han estado orientadas (con razón) a combatir la violencia de género y el feminicidio, fenómenos reales y dolorosos que exigen una respuesta firme del Estado.

Sin embargo, ese avance ha traído consigo una distorsión preocupante: la ausencia de un régimen de consecuencias efectivo frente a las denuncias falsas, lo que ha generado un escenario donde hombres sin antecedentes penales, sin historial de violencia y con conducta social intachable, son privados de su libertad sin una investigación previa mínimamente rigurosa, únicamente sobre la base de una acusación que luego se demuestra falsa.

La presunción de inocencia como principio constitucional
La Constitución dominicana es clara. El artículo 69 garantiza el debido proceso, y el artículo 40 consagra la libertad personal y la presunción de inocencia. Ningún ciudadano debe ser tratado como culpable antes de una investigación objetiva y racional.No obstante, en la práctica, la simple denuncia basta muchas veces para provocar arrestos, medidas de coerción e incluso prisión preventiva, sin que se verifique la coherencia del relato, la existencia de pruebas materiales o la credibilidad mínima de la acusación.

Cuando más adelante se descubre que la denuncia fue falsa, el daño ya está hecho: El nombre del acusado fue expuesto, su libertad fue restringida, su entorno familiar y laboral fue afectado y su reputación quedó marcada. Y, sin embargo, el sistema no reacciona.

La mentira como conducta sin castigo institucional

El Código Penal dominicano tipifica de manera expresa conductas como la denuncia falsa, la difamación y la calumnia, y el ordenamiento jurídico reconoce además la responsabilidad civil por los daños y perjuicios causados por actos ilícitos. En teoría, el marco legal existe y es suficiente para sancionar a quien miente deliberadamente ante las autoridades. Sin embargo, en la práctica, el sistema funciona de manera asimétrica: una vez se comprueba que una denuncia fue falsa, toda la carga de la reacción institucional recae sobre la persona que fue víctima de la mentira, obligándola a contratar abogados, iniciar un nuevo proceso judicial y asumir costos económicos, emocionales y sociales adicionales, después de haber sufrido incluso la privación de libertad. La Fiscalía, que actuó con celeridad para arrestar sin una investigación previa rigurosa, rara vez muestra el mismo ímpetu para perseguir la falsedad comprobada, lo que termina enviando un mensaje profundamente peligroso para el Estado de derecho: mentir no tiene consecuencias reales si el sistema ya actuó en favor del denunciante.

El problema de fondo no es —ni debe presentarse como— una confrontación entre derechos de mujeres y hombres. El verdadero eje del debate es la protección de la verdad y del debido proceso. Combatir el feminicidio y la violencia de género es una obligación ineludible del Estado dominicano, pero esa lucha no puede sostenerse sobre la base de sacrificar principios fundamentales como la presunción de inocencia o la investigación objetiva. Proteger a la mujer no puede significar desproteger al hombre honesto, ni mucho menos sustituir el análisis de los hechos por una presunción automática de culpabilidad. El derecho penal no puede operar bajo la lógica de “primero arrestar y luego verificar si era verdad”, porque esa práctica no solo viola derechos constitucionales, sino que debilita la credibilidad del sistema de justicia y abre la puerta al uso malicioso del aparato penal como instrumento de venganza o presión.

De ahí la necesidad impostergable de establecer un régimen de consecuencias automático y efectivo frente a la mentira comprobada, que no dependa exclusivamente de que el perjudicado tenga los recursos, el tiempo o la fortaleza emocional para demandar por daños y perjuicios. El Estado, a través del Ministerio Público, tiene la obligación de actuar de oficio cuando se demuestra que una denuncia fue falsa. Esto implica investigar activamente la falsedad, aplicar las sanciones penales o administrativas correspondientes, reconocer institucionalmente el daño causado al inocente y procurar, en la medida de lo posible, la restitución de su honor y su nombre. Sin consecuencias claras, la mentira deja de ser una conducta reprochable y se convierte en un arma legalizada, amparada por la inercia institucional.

Una justicia equilibrada es, en última instancia, una justicia creíble. La justicia no puede operar por simpatías, presiones sociales ni automatismos; debe regirse por hechos, pruebas y responsabilidad. Una sociedad verdaderamente justa es aquella que protege a las mujeres que son víctimas reales, investiga con seriedad cada denuncia, castiga la mentira cuando esta se prueba y resarce al inocente afectado. Sin ese equilibrio, el sistema deja de ser justo y pasa a ser temido. Y cuando la justicia se vuelve impredecible, nadie está realmente protegido.


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